miércoles, 12 de mayo de 2010

Consecuencias climáticas

Literalmente en estos últimos días, los treinta y tantos grados diarios en la Ciudad de México son capaces de cocer un huevo al sol y hacernos sacar las coquetas chanclas que justifican las horas de tertulia en el salón de belleza para lucir escandalosos esmaltes que adornan los pasos de las que han cambiado los tacones por la chancla; talvez sea el desenfado primaveral, pero estos días tanto propios como extraños se han enredado en extrañas situaciones del calor sensorial chilango.

Sin más ánimo que el de un relajado plan de viernes, las puertas le ladraron para entrar y después de mostrar su más convincente sonrisa al cadenero en turno, se encontró dentro con drink en mano y sin la más mínima idea de lo que unos acordes bien puestos podrían provocar.

La ola de extraño calor emocional también se hizo presente en un distinguido bar al norte de la ciudad, donde una amiga de recatado espíritu seguía la clásica pauta del coqueteo mustio, de ese que parece que sale sin querer, pero tiene más intención que un desesperado recuerdo maternal a medio periférico. Siempre había pensado que eso de los besos con extraños era tan difícil y penoso que prefería decir que no era su estilo; sin embargo, en ese momento estaba por demás decir que para todo hay hora.

Es una idea romántica pensar que un encuentro casual de viernes traiga complicaciones que excedan la tarifa del taxi de regreso a casa o la angustiosa cruda de la mañana siguiente- ya por decir mucho- pero el enrarecido clima puede hacer sentir extranjero en su propio cuerpo hasta a la persona más cínica. Recientemente he puesto atención a como se comporta alguien que cree que el cinismo y la seguridad es lo único que corre por sus venas y lo cierto es que estas especies de fuera se ven más vulnerables que quien acepta sus debilidades de mortal común.

Los acordes y el calor fueron subiendo con cada sorbo de la ecléctica mezcla alcohólica que el experto en tragos convirtió en cocktail detrás de la barra; después de tres se agudiza la habilidad para contestar los mensajes del celular casi sin saber lo que se escribe y por supuesto sin valorar la opción del “no”; justo después de presionar el botoncito verde del teléfono sintió como la temperatura le bajó por la espalda, el lugar cambió de 40 a 15 grados en cuestión de segundos.

Respiró hondo y analítica como siempre sopesó sus opciones, salir corriendo sin mirar atrás y prometerse no pensar en el “si hubiera” o dejar que la ola de calor la golpeara, talvez esta vez no se ahogaría.

Mientras al norte, el recato de escuela católica se había disuelto entre varios tragos de colores tropicales, el ambiente aquí era menos tenso pero no por eso menos complicado para quien siempre pensó que los cambios eran cosa de cuidado y los impulsos cuestiones de pecado mortal, como bien hubiesen dicho las madres del colegio.

Pero en esta u cualquiera que sea la escena, por más que la situación nos avise que nos acercamos a una zona de titánicos cambios y vueltas de tuerca, nunca- por más cínicos y fríos que pretendamos ser- el viraje deja de ser brusco.
La emoción altera la temperatura, neutraliza el cerebro y nos hace, irremediablemente, recordar lo que hemos dejado atrás y darnos cuenta con lo que cargamos ahora. Justo en ese micro momento en el que decidimos algo queremos fabricar el hilo negro de nuestro futuro perfecto inexistente y esquivar la remota posibilidad de que las cosas podrían salir bien esta vez.

Lo vio llegar con aires de grandeza entre la gente y el ruido, ya no reconocía la canción que impetuosamente trataba de tocar la banda de desconocidos en el escenario, se acercaban peligrosamente las caras para intentar comprender sus torpes comentarios de plática casual. Por supuesto no se estaban entendiendo y a falta de la habilidad de descifrar lo que sus bocas pronunciaban, ella le puso atención a sus labios, a sus ojos y al temblor de sus manos que lo desnudaban como vulnerable mortal ante su mordaz crítica.

En ambos polos de la misma ciudad ,se generaba un caótico calor concentrado en dudas y perjuicios de si valía o no la pena quemar las naves esta vez, otra vez o por enécima vez.

De pronto sintió que todo el pudor de escuela católica había valido la pena para llegar a éste justo momento de encontrarse con alguien que le pusiera a temblar tanto las rodillas como para evadir los tapujos, empinarse el tequila que descansaba en su mano derecha y dejar que el intrincado arte de la lengua manejara la situación; por primera vez sintió que era cierto eso que dicen que se pierde más sino se intenta.

En una geografía más al sur, el par de cínicos salieron del tumulto evadiendo los insostenibles decibeles y decidieron caminar. Caminaron y caminaron como quien tiene el tiempo del mundo para observar como el aire consume un cigarro, y así con uno que otro jugueteo desenfadado de primavera las caricias dejaron de ser frías, dejó de haber algo cierto y seguro en su cabeza y se aferraron a la duración que la situación quisiera marcar, talvez mañana ya no habría nada o duraría hasta que el próximo cambio de clima trajera nuevas diversiones. Irónicamente para el impulso de los dos la incertidumbre se volvió tranquilidad sin caducidad fija.

El resto de la semana en la Ciudad de México se estima que la temperaturas oscilen entre lo insoportable y el borde de la locura; y mientras camino con lente de sol y botella de agua en mano me acuerdo del frío que se hace en invierno entre tantos edificios y de lo mucho que hace meses añoraba el calor, mañana no sé que se me antoje querer, pero es cierto que mientras duren las cosas nos aferraremos a ellas hasta el último suspiro.

GABRIELA CHÁVEZ AVILÉS

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